martes, 5 de agosto de 2008

una pastillita

Ahora estoy a salvo, en territorio conocido, sintiendo el olor y el calor de la colchita mágica. Hoy el susto fue algo más largo y algo más intimidante que otras veces. No se fue hasta ahora, que llevo ya más de dos horas adentro de la casa, amparada por mi alfombra, mi cama, mi televisor y todas esas cosas que reconozco familiares, las bullas, la fila de hormigas llevándose la comida del gato, las manchas, el desorden, ése que ordeno frenéticamente para desahogarme un poco. Hoy ni siquiera eso fue suficiente, es la segunda o tercera vez que pienso si no habrá alguna pastillita antimiedo para acelerar lo que uno mismo hace para que se le pase, una pastillita inofensiva nomás, nada de fármacos melodramáticos, algo práctico como ir al dentista y sacarte la muela en vez de hacerte la endodoncia, no sé. Es como tener la sensación previa al vómito ó al llanto por 30 minutos seguidos ó algo así, pero no lloras ni vomitas pues porque la cosa no va por ahí. Intenté con un cigarro, pero nada, lo peor de todo es que haya tanta gente en la casa que hasta estando en el baño te perturben con sus voces y además un cigarro en estas circunstancias (niños y no fumadores conviviendo con uno) sólo recrudece esa sensación por el sentimiento de culpa inevitable, al menos para mí, la tonta. Entonces lo apagué, luego probé con agua, tomé dos vasos, luego intenté respirar profundamente, pensar en cosas bonitas, pero el nudo resistía (quizá ni debiera remover ese episodio) Era el tráfico, todos los autos sobre Camino Real a las 7 de la noche, eran hocicos rabiosos que exhibían sus dientes. De cada 10 vehículos 8 eran buses gigantes que crujían sobre la pista y embestían con sus luces directo a la cara, como queriendo entrar en los ojos y traspasar los límites de la percepción. Uno lo sabe imposible pero el temor de ser devorado te retrocede en la vereda unos pasos para luego remecerte con un espasmo vertiginoso. Ya no lo recuerdo y hasta parece no haber existido nunca, pero lo hizo, y estuvo hasta en la voz de Camila, esa presión en el pecho que ni la voz de un hijo alivia, más bien la potencia y la expande en el tejido nervioso del cuerpo hasta llegar a cada terminación. Entonces viene el miedo de no volver del miedo, pues esta especie de descarga o alteración de la energía parecería poder resultar en una interferencia cerebral, no sé. Lo he visto también por las ventanas, siempre cuando es de noche. Evito mirar por las ventanas y acercarme al mar cuando es de noche ó abrir los ojos de un momento a otro en la madrugada solo para percatarme de la inmutable contemplación de la casa, silenciosa y a sus anchas mientras uno vulnerable duerme y no se entera de nada. De repente se vuelve más cómodo dormir con Camila en mi cama de una plaza, lástima que hoy no esté aquí. Lo más parecido a esto quizá sea esa sensación que tiene uno de niño cuando se pierde en lugares muy grandes como playas o centros comerciales; lo peor no es estar perdido si no pensar que nunca más te encontrarán o que dejarán de buscarte y tú no sabrás cómo regresar a casa, no sé.

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